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AL CIERRE
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Cada vez que en mi niñez escuchaba a Elio
Roca cantando
“Partirá, la nave partirá…”
,
me entraba una angustia tremenda, y aunque
no tenía ni idea de que la letra se refería al
Arca de Noé y al fin del mundo, creo que lo
que me asustaba en realidad era esa parte
que dice:
“dónde llegará, eso no lo sé”
, en la
que se especificaba claramente que esa
“nave” no tenía un lugar concreto de arribo.
Estas últimas semanas, la misteriosa desa-
parición del avión de Malaysia Airlines en su
ruta desde Kuala Lumpur a Pekín, con 239
pasajeros, y la de la avioneta brasileña con
destino a Jacareacanga, me han devuelto
esa horrible sensación de desamparo fijada
en mi memoria por aquella canción, cuya
interpretación luego de 40 años, ha virado
sutilmente. Porque en realidad, creo que lo
que me angustiaba no era tanto que la nave
no tuviera un lugar de llegada, sino más bien
la posibilidad de que desapareciera, como
aparentemente ocurrió con el imponente
Boeing 777-200 de última generación y con
la pequeña avioneta.
Esta terrible e inquietante sensación se siguió
repitiendo con mayor o menor intensidad
durante todos mis viajes en avión. Recuerdo
con especial pavura un traslado desde Río
Gallegos a 24 de Noviembre, un pueblo perdi-
do en la meseta patagónica, a bordo de una
pequeñísima avioneta en la que los pilotos
desplegaban todo tipo de mapas en una cabi-
na minúscula y maniobraban el avioncito para
arriba y para abajo, bajando, bajando y bajan-
do de tal modo que de pronto, quedábamos
casi en la grupa de alguna ovejita, o subiendo,
subiendo y subiendo hasta unas alturas tan
increíbles que parecía que desapareceríamos
del cosmos para siempre. Cuando finalmente,
aterrizamos en una perdida ruta de ripio vaya
a saber dónde, nos explicaron que habían
estado todo el tiempo tratando de esquivar
una tormenta.
Y volviendo a la canción, es probable que
esta dudosa interpretación en español de
Elio Roca, haya sido la que vaticinó mis trau-
mas posteriores, esos que ante cada aterri-
zaje, me llevan a arquearme en el asiento
para soportar la tensión del sacudón final,
con las cervicales tiesas y las mandíbulas
abarrotadas en consonancia con la tirantez
del cuello que espera la brusca frenada, los
dedos aferrados al asiento delantero y la
cabeza colgada entre los brazos, como en
trascendental plegaria.
O, cuando en el preciso momento en que
tocamos tierra, inauguro el aliviado, enlo-
quecido y descontrolado aplauso final.
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Andrea Estrada
Partirá, la nave partirá…
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La autora es doctora en Lingüística
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