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AL CIERRE
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Viajar en colectivo tenía en mi época de estu-
diante una ventaja soberana que consistía en
disponer de un tiempo muerto para, por ejem-
plo, desplegar los apuntes y dar un último
repaso a los temas del inminente parcial; o
bien, terminar de leer el bodrio de turno, uno
de los tantos que endemoniaban los programas
de las distintas literaturas que teníamos que
cursar. Pero para eso, era necesario conseguir
asiento, cosa bastante difícil en aquellos colec-
tivos de pasillo finito y flamantes puertas trase-
ras, a las que los pasajeros intentaban ignorar,
hasta que el grito estentóreo de “Corriéndose al
fondo”, los eyectaba de mala gana a las recón-
ditas profundidades del bondi.
En aquella época en que los choferes maneja-
ban, cortaban boletos de distintos colores y
daban el vuelto todo al mismo tiempo, yo había
desarrollado una estrategia bastante sencilla
que consistía en relevar el color del boleto de
los pasajeros sentados, para posicionarme a la
vera de los que suponía bajarían más tempra-
namente. Claro, lidiaba con la solapada compe-
tencia de los otros pasajeros parados, atentos
a cualquier movimiento revelador y sobre todo,
con la de las viejas que solían lanzar impune-
mente las carteras para reservar un asiento.
En aquellos años, solo me daba cuenta de que el
tiempo existía cuando se presentaba como un
espacio muerto, un intersticio que debía ser
aprovechado para liquidar cosas poco interesan-
tes o que convenía sacarse de encima, por ejem-
plo, un examen. El resto de los acontecimientos,
en cambio, aquellos que valían la pena, pendían
de un tiempo fantasmagórico, un tiempo sin
tiempo, sin densidad, que pasaba repleto de
cosas buenas sin que yo me diera cuenta.
Pero mi percepción del tiempo ha cambiado
en la actualidad, porque ahora está siempre
presente, es algo palpable, casi material,
opuesto si se quiere al devenir del boleto de
colectivo que pasó de tener color y bordes
troquelados por el corte certero del colecti-
vero –y que yo mantenía a resguardo por si
subía el inspector–, a ser un papelito blanco,
tipo fax, con la hora, el día y el número de línea
–que en mi caso preservaba bien dobladito en
el añillo de la mano izquierda– hasta conver-
tirse finalmente, gracias el advenimiento de la
SUBE, en algo inmaterialmente virtual.
Lo cierto es que el tiempo ha dejado de ser
para mí algo impalpable e inexistente, como el
actual boleto de colectivo, y se ha transforma-
do en cambio en una realidad irrefutable y
concreta, que de vez en cuando me regala
acontecimientos trascendentes. Pero ade-
más, el tiempo es algo de lo que estoy pen-
diente, porque pasa, se va y no vuelve.
Por eso hay que honrarlo, festejarlo y también,
aferrarlo, como al boleto capicúa que otrora
palpaba en el bolsillo de mi abrigo para que
me trajera suerte en el próximo parcial.
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Andrea Estrada
Tiempo de festejo
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La autora es doctora en Lingüística
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